GUIONES DE TEATRO DE MILA OYA

Y seremos felices por Mila Oya




ALEJANDRO, GENIO DE LA GUERRA


       En 336 empezó, pues, a reinar el hijo de Filipo, Alejandro, conocido en la historia con el apelativo de Magno. Tenía entonces veinte años y los siete anteriores a su advenimiento al trono había recibido las lecciones de Aristóteles, quien procuró llevar a su mente la idea de la superioridad de la cultura griega sobre todas las demás. Había heredado de su madre un matiz de crueldad, templado por la educación recibida, pero que salió a flote en algunos momentos de su historia.

      Con todo el impulso juvenil, Alejandro vengó la muerte de su padre, tras lo cual volvió a reunir la misma Asamblea de Corinto (335) que ratificó las decisiones de la anterior nombrando a Alejandro generalísimo de las fuerzas helénicas contra los persas. El mismo año, se ejercitó en una campaña contra sus vecinos septentrionales, los getas, a raíz de la cual corrió por varias ciudades griegas el rumor de su muerte, lo que incitó a algunas de ellas a tratar de recuperar su antigua independencia; pero de un modo fulminante marchó Alejandro contra Tebas (verano del 335) y la tomó de modo rapidísimo.

Sus defensores fueron pasados por las armas, sus habitantes vendidos como esclavos y la ciudad destruida de modo total, salvo los temmplos y la casa de Píndaro, con lo que quiso dar a entender su respeto hacia la gloriosa tradición cultural de los griegos.
       Sin darse reposo, al año siguiente se trasladó a Asia, para cumplir así el encargo de la Asamblea de Corinto. Dejó una pequeña guarnición en Pella, de 12 000 hombres al mando de Antípater, para prevenir cualquier posible veleidad en el mundo griego, y con el ejército no muy numeroso, pero bien entrenado, del que formaban parte representantes de todas las ciudades griegas (excepto Esparta, como siempre), atravesó los Dardanelos. El ejército se componía de 30 000 infantes y 4 500 jinetes, incluidas las tropas auxiliares, mandadas por un selecto grupo de generales, formados en la escuela de Filipo, como Antigono, Parmenion, Seleuco, Ptolomeo y Pérdicas. Así se inició la más fabulosa campaña militar de la Historia. Rápida y victoriosa, la marcha de Alejandro abatió definitivamente aquel Oriente extraordinario cuya historia se había desarrollado durante milenios, y que entonces estaba representado por el inmenso Imperio Persa, de más de tres millones de kilómetros cuadrados, ocupados por aquel genio de la guerra que fue Alejandro.
       Junto a las ruinas de Troya, quiso Alejandro dar nueva prueba de su helenismo, ordenando que se hiciera un sacrificio en honor a los héroes -griegos y troyanos- de la antigua ciudad que había desaparecido hacía más de ocho siglos.
       Era soberano de Persia, Darío III Codomano (336-330), que había empezado a reinar el mismo año que Alejandro, el cual, noticioso de la llegada de los griegos, envió el habitual ejército heterogéneo que reunía siempre el rey persa, falto de cohesión e inferior en armamento al de Alejandro. En las orillas del río Gránico (actualmente Sincan Cavi), al norte de Asia Menor, se dio el primer combate del “desquite” griego, que terminó en rotunda victoria de los europeos. Alejandro llevó a cabo actos de formidable valor personal, habiendo de estar vigilado constantemente por su guardia, temerosa de su conducta exaltada. Como tribuno de la victoria, Alejandro envió al Partenón trecientas armaduras de enemigos con una inscripción que decía: “Alejandro y los helenos, menos los lacedemonios”, es decir, los espartanos que se habían negado a coadyuvar en la empresa.
       Tras la victoria, Alejandro marchó hacia Lidia, cuya capital, Sardes, cayó pronto en su poder, y donde instauró una constitución democrática. No se inquietó mucho Darío III con estos triunfos, porque había trazado un plan defensivo consistente en aprovechar la superioridad persa por mar para cortar las posibilidades de retirada del ejército griego y atacar después las ciudades griegas. Pero Memnón, el almirante persa, murió en el sitio de Mitilene sin haber conseguido sus propósitos y mientras tanto Alejandro seguía avanzando por Asia Menor, donde cayeron en su poder, sucesivamente, Mileto y Halicarnaso, aunque hubo de luchar duramente para tomar estas ciudades. Prosiguió luego Alejandro apoderándose de Licia, Pamfilia, Pisidia y Frigia, con Capadocia y Cilicia. Dario III, entre tanto, preparaba en Babilonia un ejército poderoso para oponerse al invasor.



       En octubre del 333 a. J.C., después de forzar las puertas Cilicias, que habían quedado incomprensiblemente desguarnecidas, entró en Siria donde le esperaba el ejército de Dario III, mandado personalmente por el Rey de Reyes, en la llanura de Isso, junto al golfo del mismo nombre. Un mosaico de la “Casa del Fauno” de Pompeya ha trasmitido un episodio de esta batalla; realizado un siglo después de la misma, parece ser copia de un cuadro del pintor Filoxeno de Eretria, contemporáneo de Alejandro. En el mosaico, algo deteriorado, se puede reconocer, sin embargo, a Alejandro en el centro del combate y montado a caballo cargando sobre Darío III, que aparece subido en un carro de guerra. La fuerza de expresión de los rostros de los caudillos indica con claridad cuánto se jugaban ambos en el encuentro. La batalla terminó con la huida de los persas, que abandonaron al vencedor parte de la familia del propio Darío - su madre y una de sus esposas- , a las que Alejandro trató con gran cortesía.

En el número siguiente: DESTRUCCIÓN DEL IMPERIO PERSA.





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