De todos es sabido que María y José abandonaron Nazaret con destino Belén con el fin de llevar a cabo el empadronamiento al que estaban obligados. Por este motivo la ciudad de Belén estaba abarrotada. La pareja llamó a todas las puertas en busca de un lugar donde pasar la noche, pero en todas partes recibieron la misma respuesta. No había sitio para ellos. Como la Virgen María estaba a punto de dar a luz, buscaron un lugar donde pudiese descansar y traer al mundo a su hijo Jesús. Un establo fue el único cobijo que encontraron.

       De este modo, rodeados de animales y sobre la paja, María dio a luz a su hijo y lo depositó sobre un pesebre envuelto en las mantas. Vecinos, pastores, los habitantes de los alrededores y los mismísimos Reyes Magos, acudieron al establo para adorar al niño que acababa de nacer. Esta es la historia del nacimiento de Jesús.
       En la Navidad de 1223, estando en la ermita de Greccio, San Francisco de Asís, sintió un impulso divino que le incitó a recrear el episodio del nacimiento. San Buenaventura y Tomás de Celano lo relatan así:

      
«Hay que recordar a este propósito, para celebrar con reverencia, cuanto hizo, tres años antes de morir, en Greccio, el día del Nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo. Vivía en aquel territorio un tal de nombre Juan, de buena fama y de vida aún mejor, muy amado por el Beato Francisco, porque, a pesar de ser de familia noble y bastante estimado, despreciaba la nobleza de la sangre y ambicionaba solo la nobleza del espíritu. El beato Francisco, casi quince días antes de Navidad, lo hizo llamar como hacía frecuentemente y le dijo: "Si quieres que celebremos en Greccio esta fiesta del Señor, precédeme y prepara cuanto te digo. Querría representar el Niño nacido en Belén, y en algún modo ver con los ojos del cuerpo las incomodidades en las que se encontraba por la falta de cuanto es necesario a un neonato: cómo fue recostado en una gruta y cómo entre el buey y el burrito yacía sobre el heno".

       Habiéndolo oído aquel hombre bueno y piadoso se fue a prisa y preparó en el lugar designado todo aquello que el Santo había dicho. Llegó el día de la alegría, el tiempo de la exultación; fueron convocados los frailes de muchos lugares, y los hombres y las mujeres festejantes llevaron, cada uno según que pudo, cirios y velas para alumbrar la noche, que con su astro centelleante iluminó los días y los años todos. Llegó por fin el Santo de Dios, vio todo preparado y gozó con ello; se dispuso la cueva, se llevó el heno, fueron conducidos el buey y el burrito. Se honra allí la simplicidad, se exalta la pobreza, se alaba la humildad, y Greccio se transforma casi en una nueva Belén.
       La noche reluce como en pleno día, noche deliciosa para los hombres y para los animales; las multitudes que acuden se deleitan con nuevo gozo delante al renovado misterio; la selva resuena de voces, y a los himnos de júbilo hacen eco las rocas. Cantan los frailes las alabanzas del Señor, y toda la noche transcurre en fiesta; el Santo de Dios está allí delante al Pesebre el espíritu vibrante de compunción y de gozo inefable.

       Se celebra el rito solemne de la Misa sobre el Pesebre, y el sacerdote gusta un consuelo insólito. Francisco, se revistió de ornamentos diaconales, porque era diácono, y canta con voz sonora el santo Evangelio; aquella voz robusta, dulce, límpida, sonora, arrebata a todos en deseos de cielo. Después predica al pueblo y dice cosas dulcísimas sobre la natividad del rey pobre y sobre la pequeña ciudad de Belén. Frecuentes veces, también, cuando quería nombrar a Cristo Jesús, inflamado de inmenso amor, lo llamaba el "Niño de Belén"; y aquel nombre de "Belén" lo pronunciaba llenándose la boca de voz y más aún de tierno afecto, produciendo un sonido como balar de oveja; y cada vez en el nombrar "Jesús" o "Niño de Belén", con la lengua se lamía los labios, como gustando y queriendo retener también con el paladar toda la dulzura de aquella palabra.
      
Se multiplican los dones del Omnipotente, y uno de los presentes, hombre virtuoso, tiene allí una admirable visión. Le parece ver yacer en el Pesebre el Niñito sin vida; y acercársele el Santo y despertarlo de aquella especie de sueño profundo. Tal visión no estaba en desacuerdo con la realidad; ya que el Niño Jesús en el corazón de muchos, donde era olvidado, por su gracia venía resucitado, por los méritos del santo, y su recuerdo quedaba profundamente impreso en la memoria de ellos.
       Terminada la velada solemne cada uno regresaba a casa con gozo. El heno puesto en el comedero fue conservado, a fin de que por él el Señor cure los asnos y los otros animales multiplicando la misericordia.

       Ahora aquel lugar fue consagrado al Señor, y fue construido un altar en honor de San Francisco dedicándole una iglesia, para que allí donde una vez los animales comieron el heno, allí ahora los hombres puedan, para la salud del alma y del cuerpo, comer las carnes del Cordero inmaculado e incontaminado, Jesucristo Nuestro Señor, quien con indecible e infinito amor se dio a sí mismo por nosotros» (I Cel., n. 84-87).
       Esta fue la primera vez que se representó el nacimiento de Cristo. A partir de aquí, la tradición se extendió, mucha gente lo reproducía en sus casas, con figuras de barro para rememorar la noche en el establo. Aún hoy, es una costumbre muy extendida, tanto los nacimientos vivientes, como el de figurillas de infinidad de materias que podemos encontrar en cualquier supermercado. Niños y mayores disfrutan de esta hermosa tradición, que además de contar una historia sucedida hace miles de años, embellece nuestras casas y divierte a nuestros niños.





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