El niño no dudó. Se abalanzó como un misil teledirigido sobre su amigo y lo abrazó como si esto fuera lo último que iba a hacer en esta vida.
       -¡Socorro! ¡La fuerza del cuento me arrastra a mi también! ¡Auxilio!
       -¡Croac! ¡Croac!
       Ante los gritos desconsolados de sapo y niño, decenas de habitantes de la charca se asomaron a casa de su vecino para enterarse de lo sucedido.






       -¿Ya te llegó la hora?- le preguntó Carpín, un pez dorado que vivía muy cerca.
       -Croac si, y no quiero dejaros Croac.- gimoteaba el sapito.
       Ni que decir tiene que Carpín elevó sus aletas delanteras para sujetar a la extraña pareja que formaban el amasijo de niño y sapo absolutamente pegados.
       -¡Necesitamos más fuerza!- gritó Carpín.
       Y a su voz Jonás, la salamandra tranquila se lanzó sobre ellos abrazándolos fuertemente, con una energía inusitada en una salamandra tan tranquila. Muchos más se unieron al abrazo infernal: la rana simpática, el pato enfurruñado, el pez que quería ser astronauta, la libélula aviadora. Uno tras otro se pegaron hasta que todos los moradores de la charca se hallaron superpuestos encima del aplastadísimo sapo real y letrado.
       -¡OOOHHH!
       Aquel maremagnum de cuerpos de colores y de especies vivas comenzó a gritar, como si fuera un solo ser, al sentirse arrastrados fuera del suelo verde de nenúfares.
       -¡PLOF!
       La bomba de diverso colorido y extraña forma se hundió en la charca como si fuese de plomo. Jose, sepultado bajo una masa ingente de cuerpos, tuvo el tiempo justo de llenar sus pulmones de aire antes de sufrir la inmersión. Él y la libélula aviadora eran los únicos que no podían respirar bajo el agua.
       Pero por suerte o por desgracia el chapuzón no duró mucho tiempo. La fuerza del cuento era superior a lo esperado y los arrastraba entre el fango del fondo de la charca en dirección a la orilla.




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